Razones para la economía colaborativa del intercambio

Un columnista del periódico New York Times, Thomas L. Friedman, señaló hace un tiempo que cierto año se vendieron en Estados Unidos 80 millones de taladros eléctricos que sólo serían usados unos 13 minutos por cada comprador en 365 días. La pregunta brota sin que la rieguen: ¿era comprar el aparato la opción más apropiada para llegar a usarlo? Parémonos un momento para mirar alrededor.

La era cúspide del consumismo nos tiene corriendo detrás del dinero, haciendo cualquier cosa para conseguirlo: abandonar nuestras vocaciones, desconfiar de la viabilidad económica de nuestros dones más innegables y anclarnos a trabajos distantes de nuestras pasiones por el mero hecho de que nos proporcionen un sueldo a final de mes. Nos vendemos al mejor postor, los ojos nos brillan con el fulgor de las monedas, hasta olvidar que los sueños nacen con el fin de cumplirse. Sigo topándome en todos los rincones planetarios con seres excelentes sin horas para desarrollar su verdadera tarea en esta vida, porque un empleo mediocre les absorbe temporalmente las fuerzas para emprender su propio camino. ¿Será que un poco de capital en el bolsillo también es capaz de comprar nuestra valentía?

La Real Academia de la Lengua define la economía como “la administración eficaz y razonable de los recursos”. Siguiendo al pie de la letra tal acepción, la rueda de ratón del consumo, tal como lo hemos entendido en las últimas décadas del siglo XX, parece a día de hoy antieconómica, pues enfatiza la adquisición de bienes para uso exclusivamente personal, aunque estén infrautilizados y ello provoque su deterioro incluso. Afortunadamente, las crisis financieras que calan a las sociedades cuando las burbujas financieras capitalistas explotan nos regalan nuevas maneras de encararnos como comunidad, dentro de un mundo físicamente limitado a la vez que infinitamente generoso. Allí nace el concepto de Economía Colaborativa o Sharing Economy: donde la inteligencia humana se percata de que hay más maneras de vivir y más personas con quienes compartir. Nuevas antigüedades regresan, viejos esquemas de intercambio que cayeron en el olvido con el individualismo de la llamada Sociedad del Bienestar, espejos para ver que está en nuestra mano solventar varios de nuestros problemas actuales personales y a nivel global.

Compartir propiedades nos lleva a gastar menos; es decir, a cuidar nuestros ahorros o invertirlos en otros placeres, lo que además puede redundar en que no necesitemos producir tanto dinero para subsistir y podamos achicar nuestra jornada laboral o renunciar a cierto trabajo. Nos pone en relación con nuestro entorno, genera amistades, nos invita a confiar en desconocidxs, nos hace valorar cada objeto como un tesoro que ha requerido de gran energía de otros seres para llegar hasta nosotros, además de volvernos ciudadanos activos de la protección ecológica al no malgastar lo que aún puede ser útil, y consumidores empoderados sin la intermediación comercial tradicional que encarece los servicios.

Un paradigma diferente renace de entre las ruinas: se vuelve a priorizar el ser en lugar del tener, la satisfacción de acceder a algo en lugar de poseerlo en exclusiva. Nuestra Humanidad se desarrolló siempre gracias a la cooperación, el trueque de saberes y tenencias sin compensación monetaria. Debido al colapso de la producción sin freno desde la Revolución Industrial que se inició en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XVIII, expropiadora de las tierras del campesinado inglés para atiborrar las primeras fábricas citadinas con aquellos deshauciados de sus campos (hombres, mujeres y niños), y que continúa en la actualidad, hoy comenzamos a retroceder de nuevo a una existencia más simple, en la que las cosas estén al servicio de la gente y no al contrario.

Una de cada dos personas vende sus bienes por el poco uso que les da; dos de cada diez debido a la falta de espacio para almacenarlas. Hace décadas la Psicología le puso nombre a la incapacidad de deshacerse de objetos que apenas utilizamos (acumulosis), al mismo tiempo que otros individuos desearían emplearlos de manera puntual. El círculo se cierra y descubre su sentido cuando hace para lo que es concebido: rodar.

Internet apareció en 1969 como una red de computadores que compartía información. Ese fue el inicio de una revolución tecnológica que disparó el cambio sociológico que merecíamos, colándose en la mayoría de culturas más velozmente de lo que en su día lo hizo la electricidad o la máquina de vapor. Las redes sociales y los métodos de pago digitales han eliminado el límite espacial, facilitando todo tipo de relaciones y aumentando la comprensión de quiénes somos: almas diseñadas para la felicidad, mentes creativas capaces de todo, partes de un único organismo humanitario que vivimos superiormente cuando practicamos el apoyo mutuo.

El consumo colaborativo consiste en darle una actual capa de pintura a lo que las colectividades llevan haciendo toda la vida: prestarse el auto, compartirlo para un viaje, heredar la ropa de tu prima cuando niña o hacer un favor a sabiendas de que ese acto desinteresado nos regresará cuando la necesidad sea nuestra. La habitación donde escribo este artículo en Santiago de Chile pertenece a un desconocido amigo de un amigo de una amiga, que decidió cedérmelo sin pedir nada a cambio el tiempo que él no estuviera. Cualquier acto basado en la confianza educa en ella, a quien lo realiza, a quien lo recibe y a quien lo presencia.

La gente se une de forma creciente para ayudarse, en la fórmula “win win win”, donde todos ganan. Hay quienes se juntan para pedir un crédito bancario común y levantar su propio edificio de viviendas ecológicas y aparatos electrónicos compartidos. Hay quien abre su velero para cruzar el Atlántico en compañía y repartirse tareas y aventura. Foodsharing es una web muy seguida en Alemania, Austria y Suiza para que los alimentos no acaben en la basura por caducidad o no consumición (y, en cualquier feria de puestos ambulantes de fruta y verdura, basta esperar a la hora del cierre para que te regalen las piezas destinadas a ser barridas por su aspecto decadente). Existen plataformas que ponen en contacto a casas o mascotas que necesitan ser cuidadas con cuidadores que se ofrecen a ello a cambio del alojamiento. Warmshowers y Cycle Planet ofrece techos de particulares a quien viaja en bici. Los espacios de coworking atraen a personas que trabajan por cuenta propia en una superficie común y diversa laboralmente, rehaciendo la antigua práctica de los profesionales de la abogacía que siempre compartieron un área de despachos. Entramos al siglo XXI privilegiando opciones comunitarias.

Comprar exige producción constante. Reutilizar aprovecha lo existente. En el área del turismo comprar supone levantar más edificios hoteleros, o invadir los centros históricos de las metrópolis en aras del negocio y acabar expulsando de la zona a la población que no sea un visitante ocasional, dada la elevación de los precios inmobiliarios que conllevan los barrios explotados turísticamente. El intercambio de casas democratiza, sin embargo, salir de vacaciones, al volverlo accesible para toda persona que quiera jugar al juego del trueque. Es más, amplía las ganancias al conjunto de la localidad visitada, puesto que alguien que no ha de gastar su presupuesto en noches de hotel y restaurantes lo hará en el resto de locales y actividades. También contribuirá a reducir el derroche de agua que la industria del alojamiento destina a limpieza, lavandería y cocina.

El inherente deseo de viajar del ser humano se adapta como los ríos a las posibilidades del terreno. ¿No hay dinero? Habrá ideas novedosas. No podemos supeditarnos siempre a las circunstancias, y abrirnos a experiencias inéditas es el alimento de toda evolución. (Hablo por mí: ya que mi furgón camperizado lleva un tiempo mecánicamente parado por una conjunción de factores diversos, he decidido proseguir por ahora sola en bicicleta).

La importancia de la Economía Colaborativa o Circular dentro de los vehículos a motor es paradigmática, ya que permanecen estacionados en un garaje entre el 92 y el 96% de su vida útil. En el caso de los vehículos recreativos (RV) la contradicción se agudiza, si no olvidamos que fueron fabricados o adaptados para viajar por carretera. La comunidad de pasajeros que decide rentabilizar sus autocaravanas, campervans, remolques, etc. crece en países como USA, Canadá, Australia, Italia, Francia o España, más aún en esta época del llamado turismo responsable en paisajes de incertidumbre económica.

Imagina elegir destino y llegar casi a tu casa, a un RV con las características que te hagan sentir cómoda, sin necesidad de traer tus objetos cotidianos, poder seguir cocinando a tu gusto y recorrer el lugar a tu estilo overlander, ahorrando en torno al 60% de lo que te costaría una escapada convencional. Además, te respaldan los consejos recibidos por la persona propietaria del vehículo acerca de rutas, cultura del nuevo país o incluso contactos de amigos. Viajas de otra manera, como si fueras una lugareña más, y esa cercanía no ha sido un lujo inasequible, sino el resultado de un acuerdo voluntario entre dueños que, a menudo, entablan amistad a raíz de ese contacto gestionado de modo legal, óptimo y seguro. Y esa experiencia puede repetirse cuantas veces quieras, en cuantos rincones de esta extensa Tierra se abran para ti y te atraigan.

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